lunes, 29 de enero de 2007


La Sociedad de los Poetas Muertos,
USA, 1989, 130 minutos
Director: Peter Weir
Con Robin Williams, Ethan Hawke, Josh Charles

College de Welton (Vermont), otoño de 1959. Esta empezando un nuevo año escolar en este college, cuyo lema “Tradición, Amor, Disciplina, Excelencia”, nos hace entender enseguida que estamos en el pleno de la más profunda tradición anglosajona, centrada en el valor de la competitividad, para preparar lideres que perpetuaran un modelo social conservador. Una sociedad conservadora y rígida la de aquel entonces, que sirve de perfecta metáfora al autor, para ubicar su parábola en un tiempo oscuro que podría muy bien parecerse al que ahora estamos viviendo, sin sueños y sin la mas mínima centella en la juventud que nos haga esperar una lucha por un mañana diferente. En este contexto, llega a la escuela un nuevo profesor de literatura, John Keating, quien enseguida se revela a sus alumnos como un anticonformista, independiente, refractario a cualquiera intento de limitación de la libertad. Keating se entrega con éxito para despertar en sus alumnos el interés por la poesía; sus clases son diferentes todos los días; se inventa situaciones donde el tiempo y el espacio pueden ser utilizados de manera original. La primera lección para aprender es vivir la vida, como ya nos enseñaban los latinos: “Carpe Diem”; vivir el momento, porque la vida no tiene ningún otro significado, que el de aprovechar cada instante para compartirlo con los demás, para conocer las emociones mas profundas, porque en el fondo de nuestra alma, está la verdad; no son las reglas, que solo existen para complicar y cerrar el mundo en una vacía competición, con la absurda creencia de que el significado reside en ser los mejores, cuando lo único que sabemos es que debemos conocernos mejor.

Así que Keating, hace descubrir a sus discípulos la magia de la poesía de Walt Whitman, el inventor de la poesía moderna americana, quien proclamaba que en la vida lo importante es vivir siguiendo el instinto de las necesidades del ALMA, y a pensar siempre con la cabeza, sin dejarse doblegar nunca. Seguir siempre nuestras necesidades, y para hacerlo lo más difícil es precisamente conocerse a sí mismo, y ninguna “tradición y disciplina” podrá jamás encerrar el espíritu de un hombre libre. Nadie puede cambiar nuestra forma de ser; somos nosotros mismos quienes debemos tener el carácter para sostener nuestros ideales, y esta es precisamente la moral de la película y la lección que cada profesor debería aprender, si aspira a ser educador: formar seres libres que sepan pensar y volar con sus propias alas; inventarse todos los días una fantasía para capturar la esencia de la existencia, el resplandor de la vida.

Pero, como la vida enseña, la lucha por la libertad cobra siempre sus victimas; regalar las alas a sus alumnos se revela como un arma de doble filo; existe también el dolor, las reglas milenarias no permiten volar, sólo marchar encasillados para no cambiar nunca.

Los estudiantes de Keating se encaminan a ser hombre seguros de sus ideas, aprovechando también las diversiones de la vida: el amor, la música, tomar, jugar; en fin, vivir. Pero el más idealista de los alumnos, el más sensible y entusiasta por aprender la nueva lección, es también demasiado frágil para sostenerse volando con sus propias alas; todavía no estaba listo para luchar. Por eso, martirizado por un padre ciego, que se niega a entender cuáles son las verdaderas aspiraciones del hijo, un padre que en la película representa la crueldad del sistema que siempre se niega al cambio, la autoridad que con el chantaje del afecto impone la ciega voluntad de la conformidad; que sin la fuerza necesaria para imponer sus ideas, la aspiración del inocente muchacho se transforma en tragedia cuando prefiere el suicidio a la traición de sus ideales. Ni siquiera frente a la muerte del propio hijo, el neurótico padre entiende el error: no haber sabido escuchar con el corazón las emociones del hijo. Y allí esta toda la metáfora de la película: la sociedad que dice amarnos, prefiere nuestra muerte antes de vernos libres; la autoridad que dice protegernos, prefiere la mentira y la represión; la escuela no es más que la representación de un microcosmos que encarna la esencia de la sociedad: un mundo de mentira y violencia.

La película cierra con una pequeña luz de esperanza: los jóvenes serán solidarios con el profesor, mostrando haber entendido su lección de vida: “poder vivir sin miedo”. “La Sociedad de los Poetas Muertos” es símbolo de los espíritus de los hombres libres y vitales. Recorrido por momentos de autentica magia, este filme se insinúa sutilmente en el alma de los espectadores, borrando, aunque sea un segundo, esperamos, las escorias de hielo, contaminado de egoísmo e indiferencia que anestesian los corazones.
F. Gesualdi y A. Avendaño